miércoles, 21 de noviembre de 2007

Hablar de buen gusto ¿es de buen gusto?

Cuando dicen que alguien tiene buen gusto, pienso qué parte le habrán probado.
Si bien es muy habitual decir que algo es de buen gusto, o que alguien lo tiene, esa afirmación me genera cierto sinsabor.


“El 'buen gusto' es un no sé qué que agrada..." Boffrand (1745)

Hace algún tiempo conversábamos sobre una edificación que estaba terminando de construirse —si mal no recuerdo era una casa— y uno de los participantes de la charla dijo: —“Ni siquiera tiene buen gusto”. Esa enunciación me generó una gran incomodidad, sobre todo por quién lo decía: un arquitecto.
Me quedé pensando cuál sería la definición de “buen gusto” para poder evaluar la casa según esa norma de valoración proyectual o constructiva.

Cuando se habla de buen o mal gusto, suele ser una definición taxativa, que traza una raya clara y divisoria: es o no es, se tiene o no se tiene. Lo llamativo de eso es que no hay nada más subjetivo que el gusto: al decir “no me gusta”, se hace una evaluación personal, se restringe exclusivamente a quien la expresa.

El buen gusto, se podría definir como una percepción positiva colectiva. Más simple: sería un conjunto de “me gusta” que es compartido por varios.
Esto nos obliga en principio a preguntarnos compartidos por quién. Suponemos que por algunos, por un grupo. ¿Y cuándo?. En ese momento. Tal vez en otro no, ante la modificación de la realidad o el cambio de las personas.
Entonces agregamos, es una percepción positiva colectiva de un grupo, en un determinado momento.

¿Cómo se obtiene?
Una alternativa, que es bastante graciosa, es la de hacer el Curso de Buen Gusto que dictan en la Universidad Nacional Menéndez Pelayo, de España.
En 5 días, y por unos módicos 120 euros salimos diplomados en buen gusto.
La opción más tradicional es la de ir construyéndolo en base a la experiencia y el aprendizaje.


Desde antes de nacer (a través de los sonidos por ejemplo) nos vemos afectados por la comunicación del contexto. Nos desarrollamos en el seno familiar, donde cada uno ya tiene el propio: les gusta determinadas cosas, y otras no.
A medida que crecemos, vamos construyendo nuestra escala de valores para manejarnos en la vida. Dentro de ese paquete entra la porción del buen gusto.
Vamos aprendiendo qué es lindo, y qué feo, que cosa está bien y cuál mal, lo agradable y lo repulsivo. Toda esta información se va ordenando y codificando, consolidando la base de lo que será nuestro gusto: único e irrepetible.

Esta situación de único, personal e intransferible, es lo que lo invalida para ser parte del lenguaje de un diseñador.
El profesional que desarrolla actividades proyectuales investiga, analiza, saca conclusiones y propone un diseño que tiende a dar respuesta y se justifica en ese proceso.
No tiene lugar en ese desarrollo decir “me gusta”, porque de enfrente se le puede contestar “y a mi no me gusta”, y se terminó el proyecto.
El proyectista debe dar respuestas funcionales y estéticas en base a su formación específica y su experiencia. Sus decisiones proyectuales se justifican y revalidan en ellas.

"Buen gusto" como norma equivale a una amonestación para que neguemos nuestro sincero gusto y lo sustituyamos por otro que no es el nuestro, pero es "bueno". José Ortega y Gasset 


Confiar en el “buen gusto” a veces puede jugar una mala pasada
Años atrás a una diseñadora (gráfica) un estampador le solicitó que hiciera algunos diseños con determinados temas para unas remeras que serían vendidas en el barrio de Once, de Buenos Aires.
Después de varios intentos arribó a unos diseños que fueron aceptados, pero la gran traba para terminarlos era el uso del color, ante cada propuesta la respuesta era siempre la misma: “No es lo que estoy bucando” le decía el estampador.
Ante la repetida insatisfacción el cliente le pidió el diseño sin colorear, y se lo dió a uno de los empleados de la imprenta: “Ponéle los colores que te gusten”. Ante los ojos de la diseñadora, las formas iban adoptando combinaciones cromáticas imposibles. Para ella lo que veía era de muy mal gusto, su propuesta de paletas armónicas y sutiles caían bajo las feroces tintas fluo.
Cuando finalizó la obra, la satisfacción del estampador era absoluta: eso era lo que estaba necesitando.

En este caso ella no supo entender que su buen gusto no era el mismo que el buen gusto de quien le encargaba el trabajo, y mucho menos de quien lo iba a usar.
No pudo, no quiso o no supo trasponer las diferencias, para comprender el problema y resolverlo adecuadamente.

"El principal enemigo de la creatividad es el buen gusto."
Pablo Picasso 

No hay comentarios: